Cuando era una niña, a menudo acompañaba a mi abuelo al teatro, conciertos, exposiciones de pintura, museos… Gracias a eso descubrí mi pasión por el arte y, si no fuera por él, es posible que no me hubiera dedicado a la pintura.
Al cumplir yo 14 años, mi abuelo me apuntó a una academia, donde aprendí a manejar técnicas como el pastel, el carboncillo, el dibujo y el óleo, que son las que me han acompañado toda mi trayectoria.

Unos años después, entré en la Universidad en la carrera de Derecho, pero no quería abandonar la pintura. Mi abuelo me presentó a Macarrón, que era amigo suyo, para que me aconsejase sobre un centro de calidad donde pudiera continuar mi formación. Siguiendo sus recomendaciones, pasé cuatro años estudiando en la Academia de los Peña en el centro de Madrid, que tenía unos profesores magníficos. Además, continué aprendiendo en los talleres de varios pintores, entre los que destacaría a Betsy Westendorp, una gran retratista que vive en Filipinas y con quien estuve 5 años.

Después me concedieron una beca para estudiar con Antonio López y Muñoz-Vera, donde también aprendí muchísimo. Al principio, me especialicé en los retratos. Capturar la personalidad, el alma de una persona en una imagen, era algo que me fascinaba. Además, el arte te permite conocer personas interesantísimas, y todavía más cuando te dedicas a esta modalidad.

En una de mis exposiciones, que realicé en el hotel Miguel Ángel, la Peña Periodística Primera Plana me encargó un retrato de Camilo José Cela, que después me escribió un precioso artículo y me encargó también un cuadro de su mujer, Marina Castaño. Yo tenía solo 27 años, y la experiencia de conocer y pintar a Cela fue espectacular, porque además de ser un maravilloso escritor, fue siempre conmigo una persona muy amable y a quien recuerdo con gran cariño.

Gracias a una carta de recomendación que me escribió, tuve acceso a ser copista oficial en el Museo de Bellas Artes de San Fernando, donde tenía un encargo para hacer una copia del retrato de Isabel II, de Madrazo. Un tiempo después, trasladé mi estudio a La Rioja, la “tierra con nombre de vino”, donde pinté muchos cuadros para bodegas y galerías. En aquellos momentos sentía ya una necesidad de ampliar mis horizontes artísticos, de experimentar con técnicas y temáticas que no había probado hasta entonces, y empecé a incluir en mi repertorio paisajes y bodegones y, más adelante, incluso temática religiosa.

Para mí la pintura es, más que una profesión, un modo de vida.
Cuando no estoy pintando, pienso en técnicas nuevas, en mejoras que puedo hacerle a algún cuadro, en la próxima exposición que voy a hacer, o a visitar, o en cómo podría captar una sensación o una expresión con mis pinceles. Al final, mi estilo ha evolucionado conmigo, y me ha reflejado en él, conservando siempre un poquito de mi personalidad, de mi historia y de mi madurez.


No todos los cuadros salen bien a la primera, y eso puede resultar frustrante. Pero cuando eso sucede, lo mejor es dejarlo descansar un tiempo y volver a él unos días o unas semanas más tarde, como si nos hubiéramos peleado con un viejo amigo. Entonces es más fácil ver el cuadro con ojos frescos, y hacer las paces con la obra. Igual que un poeta pinta la realidad con palabras, y a veces se pelea con ellas para que digan lo que él quiere, el pintor escribe lo que ve con imágenes, en una poesía muda que muestra al mundo la realidad de una manera nueva, y con un poco más de arte.

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