Al plantearme la elaboración de esta breve reseña tuve que hacer el esfuerzo de no caer en la redacción de un trabajo al uso, de esos a los que estamos tan acostumbrados los que, en uno u otro sector, nos movemos en el ámbito del derecho.

Creo a pie juntillas en el viejo lema “zapatero a tus zapatos”, y ello no facilitaba la labor, habida cuenta de que el derecho tributario, en los tiempos que estamos viviendo, no suele ser generador de buenas noticias para el sufrido contribuyente.

Pero, valoraciones subjetivas al margen, existe una verdad objetiva incontestable: la existencia de un sistema tributario que funcione de manera razonable es un pilar del sistema democrático.

Y utilizo la expresión “razonable” para no dejarme llevar por la terminología jurídica al uso, que desagrega ese vocablo, fácilmente comprensible para el lego en cuestiones de esta índole, en una serie de sumandos conceptuales que, aisladamente, quizás sean inteligibles, pero que, unidos, conforman una atribución de características de compleja consecución: eficacia, eficiencia, justicia, igualdad, progresividad.

Nuestro ordenamiento fiscal es relativamente joven; nació al final de la década de los setenta de pasado siglo con el establecimiento de los impuestos directos clásicos (impuesto sobre la renta, impuesto sobre sociedades, impuesto sobre el patrimonio) y sin embargo, después de algo más de treinta y cinco años de existencia, puede ser considerado un sistema maduro.

En su evolución, ha transitado desde su concepción original, como sistema en el que el Estado debía suplir la carencia de cultura tributaria en la sociedad, mediante su actividad cuantificadora a través del sistema de liquidaciones tributarias, a configurarse hoy día como un sistema en el que, adquirida madurez por parte de los ciudadanos en lo tocante a la aceptación de la existencia del tributo como una necesidad democrática, su finalidad es esencialmente comprobadora, partiendo de la base preexistente de la actividad unilateral por parte de los ciudadanos en el cumplimiento integral de su obligación para con el corpus social, complementada con una actividad, expost, de la Administración Tributaria, que tiene una finalidad de control del ajuste a la normativa de aquel cumplimiento.

Esa concepción del sistema ha sido la que ha determinado que, lejos de lo que probablemente es la percepción generalizada en el ciudadano, uno de los mayores ámbitos de desarrollo de nuestro sistema ha sido la potenciación de mecanismos de muy diversa índole que permitan facilitar el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias, tarea ésta en la que se sigue trabajando de forma incesante.

En esa evolución el sistema ha tratado, día a día, de interiorizar la realidad circundante, en un ejercicio de continua adaptación, ya que la capacidad económica que constituye el objeto primigenio de toda figura tributaria adquiere las más variadas formas de expresión, siempre derivada de las nuevas figuras jurídicas y económicas que el género humano es capaz de desarrollar, y a las que ha de adaptarse la norma, adaptación que no deja de ser más que un reflejo, uno más, del principio físico de acción y reacción, reacción que, predicada en este caso de la norma tributaria suele ir por detrás, en el tiempo, a la creación y utilización de los mecanismos civiles, mercantiles, societarios, tecnológicos y de otra toda índole que conforman la realidad económica.

No olvidemos un hecho extraordinariamente relevante: la sociedad española ha pasado exactamente en los mismos años a los que hemos hecho referencia más arriba, de una situación de cuasi autarquía a una situación en la que la permeabilidad a otras realidades sociales, más o menos cercanas, ha elevado a la enésima potencia el catálogo de figuras a las que más arriba se hizo referencia, determinando, por ende, en análoga proporción, la necesidad de adaptación de las estructuras tributarias.

La globalización implica, y a ello estamos asistiendo de forma incontestable, esa consecuencia. Y aquí entra la función esencial, en toda sociedad democrática, de la Administración Tributaria, cuya condición se confunde en no pocas ocasiones, ya que de ordinario se suele pensar en la misma como el acreedor titular del derecho, materializado en el crédito público tributario, que con su función trata de proteger, cuando en realidad esa Administración se configura como un simple, e insustituible, instrumento al servicio de la ciudadanía que es, directa y expresamente, la titular real del crédito en cuya defensa aquella se empeña.

Cierto es, sin duda, que la percepción del tributo por parte del ciudadano no es igual según el momento por el que atraviesa la sociedad. En época de bonanza, se percibe el tributo como un mal necesario, pero quizás menor. En época de vacas flacas, la percepción cambia radicalmente, y más aún cuando la relación causa-efecto entre gasto-ingreso se percibe desequilibrada, ya que es esa relación la que sustenta, precisamente, la necesidad de existencia del tributo.

El tributo no es, no puede ser, un fin en sí mismo. Sólo se justifica en tanto que contrapartida de la realización de un gasto. En la medida en la que éste último factor de la ecuación no es percibido nítidamente por la ciudadanía como anudado directamente al esfuerzo que se le pide, la crítica, humanamente comprensible, está servida. En ese momento nos encontramos con la invocación, recurrente, a la desafección.

Dicho lo anterior, la desafección a la que nos referimos no puede, no debe ser un argumento que modifique el cumplimiento del mandato social que, por vía constitucional, ha sido conferido a la Administración Tributaria, que debe seguir velando por el interés general reflejado, como ya se dijo más arriba, en el crédito tributario y en su protección a través de los mecanismos, diversos, que el legislador, representante primero de ese interés general, pone en sus manos.

Y en esa función primordial, los servidores públicos que en el ámbito tributario nos movemos, con el objetivo, en la parte que nos toca, de minimizar el riesgo de ruptura del sistema, debemos realizar un continuo ejercicio de abstracción, no fácil, ha de reconocerse, de la comprensible sensación social de falta de correspondencia entre lo que se aporta y lo que se recibe, más aún cuando afloran, de continuo, en los medios de comunicación casos de (presunta) nefanda utilización de los recursos públicos, esos recursos que, con tanto esfuerzo, el ciudadano honesto pone a disposición de quienes tienen el mandado, también constitucional, de gestionarlos del modo más eficiente posible.

Precisamente en situaciones como la que estamos atravesando se pone de relieve la necesidad de una Administración Tributaria totalmente comprometida con la sociedad a la que sirve, poniendo lo mejor de los recursos humanos y materiales de que dispone no solo al servicio de la potenciación del cumplimiento al que más arriba se hizo referencia, sino, y de manera absolutamente indisponible, al servicio de la lucha contra el cáncer social que constituye el fraude fiscal, hidra con múltiples cabezas.

Esa función, íntimamente interiorizada en todos y cada uno de los integrantes de la Administración Tributaria, ha de ser realizada con especial rigor en épocas de crisis, ya que las víctimas primeras y últimas del fraude son, precisamente, quienes, en un puro ejercicio de conciencia social, sí cumplen con sus obligaciones tributarias.

Dicho lo anterior, es evidente que, en la situación actual, en paralelo al rigor en la actuación administrativa en las facetas que se han señalado hasta este momento, se ha de potenciar, en la misma medida, la función didáctica que por la misma Administración Tributaria debe desarrollarse, pues, en última instancia, el futuro de nuestra sociedad depende de una juventud que, en este momento, quizás, asiste a la representación con, en el mejor de los casos, enfado, y, en el peor, indiferencia.

En esa labor que nos ocupa a quienes un día, libremente, decidimos dedicar nuestra actividad profesional al servicio público, cobra sin duda plena actualidad una vieja norma, no superada posteriormente, a juicio de quién esto escribe, en cuanto a capacidad descriptiva de lo que debería ser nuestra actitud diaria.

Me refiero a la Circular número 3 de la Dirección General de Rentas Públicas, de Inspección, de 26 de noviembre de 1926, que señalaba lo siguiente:

“Que los Inspectores del Tributo, en su actuación, extremen la cortesía y la delicadeza y no se muestren remisos en la deferencia y en el consejo, debiendo considerar como su aspiración constante la de conseguir que en el ánimo de las personas a quienes se acerquen en el cumplimiento de su difícil misión quede firmemente grabado el convencimiento de que han tratado con un caballero, dando a esta palabra todo su valor, en lo que significa de cortesía, honorabilidad e inteligencia”.

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