De entre las personas que conocen a Sherlock Holmes, ¿cuántos supieron de él a través de las novelas y los relatos de Arthur Conan Doyle? Seguramente, muy pocos. Sin embargo, Holmes es un personaje mundialmente conocido. ¿Cómo llega hasta nosotros? ¿Cómo dibujamos en nuestro cerebro a aquel sabueso esbelto que viste gorra de cazador, porta una lupa y fuma en pipa? Sólo puedo responder a esta pregunta desde mi punto de vista, ya que, cada generación tiene a su propio Holmes.

En mi caso, ya conocía al detective de la calle Baker antes de leer los textos de Conan Doyle. Por supuesto que Holmes aparece en iconografías, o inserto en dibujos animados o cómics de lo más variados. No puedo saber el momento exacto en que supe del detective, del mismo modo que no recuerdo el momento exacto en que el conde Drácula entró en mi vida. Estas creaciones, una vez entran en el imaginario colectivo, parecen transmitirse casi como el lenguaje, de modo que, si vuelves la vista atrás, te percatas de que los conoces desde siempre.

No obstante lo dicho, sí recuerdo una serie de televisión y una película, ambas de animación, que me ayudaron muy mucho a formarme una idea de Sherlock Holmes, inexacta y esencial a la par.

En 1984 se estrenó en Japón la serie Sherlock Holmes. Constaba de veintiséis episodios, y en España dieron de sí de lo lindo, pues TVE los estuvo emitiendo prácticamente durante toda la década de los ochenta y los noventa. La recuerdo perfectamente. Los personajes eran canes antropomorfos y, aparte de algunos detalles puntuales y de los nombres, guardaban poca semejanza con los originales.

Sherlock vestía su sempiterno gabán y usaba una lupa enorme. También fumaba en pipa; de hecho, siempre la llevaba en la boca, ya estuviera peleando, buceando o surcando los cielos sobre cualquier artilugio. También era bastante más amable y empático que el Holmes literario, y menos dado a los procesos deductivos. De hecho, en esta serie, Sherlock y Watson eran más bien héroes de acción que sesudos detectives. Bien es cierto que, si en algo se diferencia Holmes de su antecesor, Dupin, creado por Poe, es justo en eso, en que no resuelve los crímenes desde el sofá o dando un grato paseo. Sherlock se ensucia, es un personaje de acción, maestro del disfraz, pugilista y casi amante del riesgo. Claro que la serie llevó esta faceta holmesiana hasta extremos tales, que las dotes de deducción del personaje quedaron prácticamente en un plano secundario.

También resulta curioso el tratamiento que recibió el ex profesor James Moriarty. Si algo llama la atención de él en los textos de Doyle, es su ausencia. Pocas veces lo nombra el escritor escocés, y sólo en una ocasión lo enfrenta a su alter ego, justo en el mismo relato en el que pierde la vida en Suiza. Sin embargo, la serie le da una preponderancia inusitada, haciendo de él un villano de cabecera, que roba una preciada joya en cada capítulo, sólo para que Holmes la recupere al final del mismo. Es, además, patoso, grotesco y de una ineficacia insultante, hasta el punto de que uno puede llegar a preguntarse: si este señor no consigue perpetrar un robo jamás, ¿de qué vive? Nada que ver con el Moriarty literario.

La serie peca, además, del mismo defecto del que adolecen las películas sobre el detective de la calle Baker: la repetición hasta la saciedad de la muletilla “elemental, mi querido Watson”, la cual, si no me equivoco, apenas aparece una vez en las novelas y relatos de Doyle. Pero la serie va más allá, y añade varias extravagancias de su propia cosecha. Por ejemplo, Watson y Holmes parecen estar enamorados de su casera, la señora Hudson, quien, además, participa habitualmente en los casos de la pareja.

También llama la atención el increíble despliegue de máquinas del que hace gala el villano profesor. Utiliza trastos para todo: para recoger el periódico, para desplazarse y, por supuesto, para arrear a Holmes, el cual tampoco se queda atrás en esto de la tecnología, pues posee su propio cochecito a motor, con el que viaja constantemente sin verse en la necesidad de parar coches de caballo a mano alzada, como usa el Holmes literario.

Y, por último, tenemos a Lestrade, una vez más, un personaje ridículo, soberbio y más bien torpón, que, al contrario de lo que sucede en los textos de Doyle, odia a Sherlock Holmes y evita su ayuda.

Mucho mejor documentada que la serie se encuentra la película que estrenó la Disney en 1986, Basil, el ratón superdetective. En ella, Basil, un excéntrico ratón que vive en una cuca madriguera bajo las habitaciones del mismísimo Holmes, ejerce labores de detective asesor.

La vestimenta es parecida a la de la serie, inspirada, por lo demás, en el Holmes cinematográfico: de nuevo el gabán, la gorra de cazador, la lupa y la pipa, que en esta ocasión, el detective solo luce cuando quiere fumar para concentrarse.

Como todo Holmes que se precie, Basil está acompañado de su fiel Watson, aunque en esta ocasión se llama Dr. Dawson, y da pie, una vez más, a la muletilla “elemental, mi querido Dawson”.

Decía antes que la película está mejor documentada, porque resulta más fiel al personaje ideado por Conan Doyle. Sus deducciones son poderosas y están sustentadas en datos; es un ratón de acción, pero la acción no desplaza todo lo demás. Además, Basil está revestido de casi todos los demás atributos holmesianos (casi todos, digo, porque, por ejemplo, no se inyecta cocaína en solución de dos miligramos): es un brillante químico, un virtuoso del violín y no destaca por su empatía, de hecho, al comienzo de la película se muestra más bien frío con una niña pequeña que necesita su ayuda; recordemos que el Holmes literario no es amigo de afectos, pues opina que lo emocional puede entorpecer lo racional.

También aparece Moriarty, con el nombre de profesor Rátigan. Basil lo describe prácticamente con las mismas palabras que utiliza Sherlock Holmes en el relato El problema final. Lo define como “el Napoleón del crimen” y asegura que “no hay plan diabólico que él no haya urdido ni infamia que no haya cometido”. Aparte de las declaraciones previas a la aparición en escena del villano, el personaje en sí vuelve a ser grotesco y poco parecido a la idea que se desprende del Moriarty literario.

Al final de la cinta, Disney homenajea el mentado relato, procurándole al villano profesor una muerte muy parecida a la que sufre al despeñarse, junto a Holmes, por las cataratas de Reichenbach, con la diferencia de que, en esta ocasión, el escenario no es ninguna catarata, sino el Big Ben.

Seguramente esta serie y esta película no fueron mis primeros contactos con Sherlock Holmes. Seguramente leí también alguno de los relatos sobre el detective. Sin embargo, si relaciono a Holmes con mi niñez, estos son los recuerdos que me salen al encuentro. De modo que, quizás la mezcla de estos dos Holmes fue la que formó el prejuicio que me llevó después a conocer al personaje original. Pero así conocí yo a Holmes, y así lo conocieron muchos de mi generación: más amable que el original, y también menos brillante, menos complejo, y mucho menos interesante. Y, aunque debo reconocer que de niño me resultaba grata tanto la serie como la película, hoy día la primera me parece una aberración. Y uno se pregunta, ¿cómo aguanta con tan buena salud un personaje que ha sido tan a menudo desfigurado? ¿Cómo no pierde su identidad? Y seguidamente surge otra cuestión: ¿quién es, entonces, Sherlock Holmes? ¿Cuál de ellos es? Y con esto se me viene a la mente algo que me respondió un amigo cuando le pregunté quién era para él James Bond: “Para mí, James Bond es Pierce Brosnan; para mi padre, es Sean Connery”. Y yo lo siento en el alma por todos aquellos que, tras conocer al Holmes televisivo o cinematográfico, se han quedado ahí, porque, sólo hay un Sherlock Holmes deliciosamente complejo y natural, y es el de Conan Doyle.

Felipe Santa-Cruz.

ver El vagabundo que se creía Sherlock Holmes en myLIBRETO

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